Llego a la frontera. Para abandonar el
país me piden dos dólares. Una estafa normalizada que se llevaba a
cabo por la policía fronteriza en varios países de este área del
mundo. Suelo pagar sin rechistar. Estás en una frontera de un país
desconocido tratando con la policía que sabes que a menudo es la
ley. Todavía no se cuestiona, por norma general, aquello de ¿Quién
vigila a los vigilantes? Y veo a todos los turistas pagar sin si
quiera preguntar el por qué de dicha tasa. Pero últimamente he
leído varios artículos de personas que han conseguido que les
sellen sin pagar. Y un poco harto de que la policía me robe el
dinero, decido plantarme, y no pagar.
Empiezo pidiéndole al policía un
recibo de lo que pago, recibo que, por supuesto, no existe. Se me
acerca una pareja francesa, el chico me pregunta que está sucediendo
y deciden unirse a mi causa, con mucho más ímpetu del que tengo yo.
Somos los únicos en la frontera puesto que el resto de los turistas
han visto el proceso como un mero trámite. La mayoría de la gente,
en la que me incluyo, normalmente aceptan estos pequeños robos, por
aquello de “Es lo que hay”. Plantar cara a la corrupción
no parece ser una opción, no vaya a ser que algún día cambie. Dos
dólares para salir del país, dos dólares que se van directos al
bolsillo del policía. No van a pagar escuelas ni a mejorar la vida
del país. Son dos dólares que no hacen mas que colaborar a la
desigualdad y a la mezquindad de la mayoría de los agentes de
policía del país, que se nota que se hacen agentes de la ley por
avaricia y no por patriotismo o sentido de la justicia. Me piden
estos dos dólares por salir de Laos, y luego cinco mas, ya en
territorio camboyano. Cinco dólares extra sobre el precio oficial
del visado, claro. La cantidad no es muy grande, pero es una cuestión
de principios, aceptarlo es aceptar la corrupción sistemática.
El francés, con fuerte determinación
le pide por favor, sin perder la sonrisa, pues sabe que en el sudeste
asiático lo peor que puedes hacer es perder las formas si quieres
conseguir algo de alguien, que le estampe el sello de salida sin
pagar los dos dólares. Que sabe que no tiene que pagarlos porque se
ha informado en la embajada. El agente se niega en rotundo. Todos se
niegan, todos parecen estar bajo las órdenes del que mas habla con
nosotros. Un señor con pelo corto y dientes de rata. De hecho,
cuando pregunto a la oficial de la ventanilla de al lado, parece
sentirse avergonzada, o culpable, pero nos señala a su compañero,
el dientes de rata, como si ella no pudiera decidir. Cuando el chico
francés le explica a Dientes de Rata que se ha informado en la
embajada de que no tiene que pagar, el agente de policía hace como
que no nos entiende, dice no hablar inglés, solo cuando le interesa.
Luego nos dice que en Camboya por el sello nos piden cinco dólares,
y que él solo nos pide dos. Como si tuviéramos que agradecerle que
es corrupto pero menos que la policía del país vecino. Entiendo que
la corrupción es contagiosa. Deseamos que venga un autobús lleno de
turistas y así nos sellen rápido el pasaporte para no arriesgarse a
que se sumen a la resistencia todos los llegados. Pero eso no pasa,
parece que nadie mas pretende cruzar la frontera hoy. Nos dicen que
todos los transportes para irse de allí se han largado ya. Aunque
creemos que es un farol para asustarnos y que soltemos los dos
dólares. Finalmente el chico francés y el policía empiezan a
regatear. Mierda, eso no es lo que quería. El policía debería
entender que no es cuestión de dinero, si no de moral. El francés
consigue que nos dejen pasar pagando un dólar cada uno. A mi ver es
como si no hubiéramos ganado nada. Pero bueno, un dólar es un
dólar. En todo el proceso nos hemos mantenido sonrientes y educados,
pues se ve que todos somos conscientes de que así es como funciona
la sociedad aquí.
Ya en territorio camboyano, aparece
un tipo diciéndonos que hay que pagar la tasa, que es así y que
todo el mundo la paga, y que nuestro autobús se ha ido, que no
quedan transportes. Nuestra simpatía se ha agotado un poco y el
francés le dice que eso está mal, que es corrupción y que cuando
sales o entras del país en avión no pagas por esos sellos. En los
aeropuertos hay un mayor control. Nos dice que nos tranquilicemos que
el solo viene a ser amable con nosotros y que nosotros le estamos
contestando mal, y entonces nos remarca que hay que pagar. Me
pregunto si tiene algo que ver con la construcción del entramado
corrupto.
Yo le ignoro totalmente y me dirijo
directamente a la ventanilla para que me den el visado de entrada a
Camboya. Dejo sobre el mostrador 30 dólares justos junto a mi
documentación. Precio exacto y oficial de lo que vale el visado para
entrar a Camboya para un europeo. El agente de policía me pide cinco
mas, sin amabilidad ninguna. Protesto un poco y pido recibo, pero
claro, todo son negativas, y, agotado, le doy cinco dólares extra.
En camboyano veo como le dice al tipo sin uniforme que nos estaba
hablando antes, que nosotros somos los hijos de puta que no queremos
pagar por el sello del visado por el que se supone que nadie debería
pagar. No entiendo ni una palabra de camboyano, o khmer, como se
llaman los habitantes de Camboya, pero sé lo que han dicho, entre
otras cosas porque ha utilizado la palabra “stamp”, que imagino
que no tiene traducción en su idioma. Me despacha a desgana y con
mala leche, las sonrisas se han acabado. De algún modo, a sus ojos,
nosotros somos los que estamos haciendo algo incorrecto. Los
franceses tampoco tienen ganas de pelear más, y también pagan los
cinco extra dólares sin intentar evitarlo.
Por fin salgo de allí. Con un
espacio en blanco en mi visado dónde debería poner la cantidad
pagada por él. Una prueba más de la estafa de la que somos víctimas
todos los extranjeros que pasamos por allí. Me alivia alejarme de la
presencia policial. Me recibe una muchacha sonriente y me informa de
que los autobuses han marchado. No se estaban marcando un farol.
Trabaja para una de las empresas con sede allí, por suerte, con la
que yo tenía el tíquet de autobús. Ella organiza un transporte
privado para mis compañeros de guerra y me despido de ellos con un
“Don't give up the fight”. Aunque hubiera sido mas
apropiado un “Vive la
resistance”. A mi me ofrece alojamiento en la casa que
hace de estación de la empresa de autobuses para la que trabaja.
También ofrecen un básico menú a base de arroz. La alternativa que
me ofrece es subirme al autobús del día siguiente sin pagar nada.
Si quisiera irme ahora, tendría que pillar un transporte privado
bastante caro. El alojamiento consiste en una cama sin colchón en el
trastero de la casa, y me piden seis dólares, lo cual es mucho si
comparamos con los precios que se manejan en la zona, pero dadas las
alternativas, acepto.
Paso el resto del día conversando
con la chica que me recibió. Su nombre es Kun. Lo primero que tengo
que hacer es pedirle disculpas, pues me cuenta que me han estado
esperando y que los demás clientes que iban en el autobús se han
enfadado con ella. Le explico el motivo de mi retraso y me dice que
si la policía lo dice, es así. En su mente de provinciana camboyana
no entra el hecho de que la policía pueda ser mala. Y entiendo
porque la policía es tan corrupta en este país. Debe ser
tremendamente fácil si la mayoría de la población no te cuestiona
solo por llevar uniforme.
Comparto con Kun mi paquete de
anacardos, y se sorprende, me dice que son muy caros. Estoy de
acuerdo, realmente son bastante caros. Acepta con gusto, pero no a
cambio de nada, así que desaparece unos minutos y vuelve con unos
mangos verdes con su ácido aliño y los comparte conmigo. Seguimos
conversando, dice que le gusta hablar con extranjeros, y que por ello
buscó trabajo en la frontera. Me admira su capacidad de aprendizaje,
pues habiendo estudiado muy poco en el deficiente sistema educativo
camboyano, la chica habla inglés y chino, además de khmer, claro.
Solo fue a la escuela hasta los doce años, y a una escuela pública,
lo que en Camboya quiere decir no tan cara como las buenas, en la que
no daban ningún idioma extranjero. Con ocho hermanos, si ella seguía
estudiando, sus padres no podían permitirse llevar al pequeño a la
escuela. Así que empezó a trabajar y a cuidar de sus hermanos.
Cuando tenía tiempo, me cuenta que iba a alguna escuela gratuita de
su pueblo a aprender idiomas. Una de esas escuelas probablemente
llevadas a cabo por una ONG, ya sea nacional o internacional, en las
que los profesores son voluntarios que están de paso, a menudo sin
experiencia ninguna como educadores y que desaparecen sin motivo
alguno en cualquier momento. Allí aprendía inglés, pero me cuenta
que como más aprendió fue agregando a desconocidos en facebook y
hablando con ellos. Me cuenta muchas cosas, como que estuvo deprimida
mucho tiempo porque su cyber novio se casó con otra sin decirle a
ella nada y se tuvo que enterar por las fotos de su boda que colgó
el en Internet, o como que no bebe ni fuma porque eso da la
impresión de ser una chica fácil y un poco guarra, y ella no es
así. Le digo que una cosa no tiene que ver con la otra, y ella me
dice que sabe que en mi país no es así, pero que en el suyo si.
Cosa que contrasta mucho con el logo del conejito de playboy de su
camiseta, pero claro, entiendo que ella no tiene ni idea de dónde
sale, y que lo viste porque se les ha vendido como un logo de moda.
Fashionable.
La conversación se interrumpe cada
vez que alguien cruza la frontera, pues el hecho de estar charlando
conmigo no la aleja de sus obligaciones. Recibe cordialmente a todos
los viajeros y los acompaña a cualquiera que sea el vehículo o la
oficina a la que deben llegar. Sea o no de su epresa. Le pregunto si
hay plaza en alguno, y me dice que no, que solo quedan coches
privados ahora, pero que si quiero intentar hablar con algún turista
y acoplarme a su destino igual tengo suerte. Paso. En un momento en
el que ella se sienta en la mesa de al lado y yo me pongo a leer, veo
como uno de los conductores de autobús se sienta a su lado. Ella le
habla cordialmente, como habla con todo el mundo, y veo que él se le
acerca mucho. Le da golpes, en plan broma, en el lado de la pierna,
mientras veo como se toca la polla por encima del pantalón de
chándal roñoso. Ella le grita, y luego me mira y me dice que le
está diciendo que es muy feo, lo cual es una realidad objetiva, pero
aún así el chico no se rinde y sigue dándole cachetes en el muslo
mientras le dice algo que no comprendo. El chico me mira, parece
buscar complicidad, sin embargo a mi me despierta desprecio, en el
mejor de los casos. Se levanta y se larga. No sé si se habrá
sentido incómodo bajo mi mirada, o más probable, está ya lo
suficiente cachondo como para ir a pelársela. Kun vuelve a sentarse
a mi lado y me dice que al chico ese se nota que ella le gusta mucho,
pero que él está casado, y por lo tanto está mal lo que hace. Le
digo que aunque esté casado tampoco está actuando muy educadamente
con ella, y me dice que son cosas de chicos. Que los chicos en su
país son así. “Violadores potenciales”, pienso para mí,
y se me ocurren mil cosas que decirle sobre el respeto que se merece
y como no debería tolerar que la toquen así, pero entiendo su
educación. Lo he visto muchas veces, las chicas son educadas para
ser siempre amables y sonreír ante cualquier situación, igual que
en la España de los 60. Seguramente si montara un escándalo a causa
del acoso, la culparían a ella y perdería su trabajo. Así que no
sé que contestarle a ello, por lo que solo se me ocurre decirle que
se merece más respeto, y que lo que hace el hombre está mal esté
casado o no. Solo me contesta un “maybe”. Quizás.
Cae la noche, es la hora de pago. Kun
recibe unos billetes de la mano de su jefe y tras contarlos, se borra
su sonrisa por primera vez en todo el día. “Dos dólares”
me dice, “todo el día aquí metida y me pagan dos dólares”.
Le pregunto si sus jefes son un poco tacaños, recupera su sonrisa
para mirarme y me dice que nos veremos por la mañana del día
siguiente. Agradecido, le doy las buenas noches.
Paso el resto de la noche leyendo y
ceno un plato de arroz frito con verduras. Me meto en mi habitación
cuando veo que los propietarios de la casa están preparando las
camas en el lugar que es el restaurante, o la oficina, o básicamente
todo el uso que le puedan dar a cuatro paredes. Cuando estoy en la
cama veo que en un lado de la habitación tienen un montón de
herramientas y ropas viejas acumuladas. Realmente esto es el maldito
trastero de la casa. Pero bueno, no es grave, puedo dormir
perfectamente sobre una tabla de madera rodeado por trastos viejos.
Cierro los ojos, el sueño me invade, y entonces lo escucho. El roer
y correr por entre los trastos. Hay ratas. Me levanto, las busco, no
las veo. Supongo que la luz las hace estar mas alerta, sus sonidos se
hacen menos frecuentes, así que decido volver a la cama con la luz
encendida, cierro los ojos, y pienso para mi mismo. “ Joder, que
cabrones. Me cobran seis dólares por un trastero lleno de ratas y a
Kun le pagan dos míseros dólares por todo un día de trabajo”.
Me duermo.
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