En la década de los cuarenta, el industrial norteamericano Preston Tucker, intentó revolucionar la industria del automóvil añadiendo el concepto de seguridad en los coches para usuarios y con ello el cinturón. Invento que heredaba de la industria de la aviación de guerra. Su empresa quebró, pero el concepto de seguridad perduró en la industria automovilística. Más adelante, en 1959, el sueco Nils Bohlin, ingeniero de volvo, retomó el concepto y se comercializó por fin el coche con cinturón de seguridad. Sin embargo, no es hasta 1985 el momento en el que se establece la obligatoriedad el uso del cinturón de seguridad en todos los conductores en el territorio español. Y gracias a esta serie de acontecimientos, estoy vivo.
Es verano, han caído cuatro gotas, y voy con unos cuantos kilómetros por hora demás. Soy imbécil. La traicionera película de barro que queda sobre la carretera me atrapa, el coche empieza a culear, se me va en la curva e intento corregir. Piso el freno, error. Doy un volantazo en la dirección opuesta, error. El coche sale disparado a más velocidad que la que llevaba antes de la frenada. O eso me parece a mí. Noto una sacudida, después siento que soy unos gallumbos en el interior de una lavadora durante el centrifugado, pierdo mis gafas y, finalmente, el coche se para.
Respiro hondo. Compruebo que no me duele nada, y pienso que a lo mejor no ha sido para tanto. Iluso de mí. Salgo del coche y veo que le falta una rueda trasera, un par de cristales rotos, y las chapas dobladas. Se me ocurre intentar arrancarlo y lo único que obtengo es una humareda blanca que sale del motor. Lo apago y salgo rápidamente. Por suerte la humareda cesa en seguida. Aparecen dos personas, me preguntan si estoy bien, y luego si he tomado éxtasis. ¿Qué clase de pregunta es esa en esta situación? No lo he probado en mi vida. Me dicen que me he dado un buen golpe y se van. Como si necesitara que me lo digan. Luego aparece una señora, tiene pinta de alemana, y ella sí que se preocupa seriamente por mi. Va vestida de uniforme de algún hotel o rent a car, y me dice que ha escuchado el estruendo desde su casa mientras se preparaba para ir al trabajo. Le explico que estoy bien, pero que me siento desorientado porque no tengo las gafas y no veo una mierda. Me pregunta que si tengo muchas dioptrías y sin más palabras se va hacia su casa.
En ese momento me siento un poco desamparado y no sé muy bien qué hacer, la incomodidad de no ver y los nervios no me dejan pensar con claridad. Por un minuto rompo en llanto y tengo pena por el coche, Seat Alhambra del 98, que había comprado hace apenas dos años a una amiga, al que tantas horas le había dedicado otro amigo para dejarlo impecable y con el que tenía buenos planes de viaje. Pero realmente el llanto es más por pensar lo cerca que he estado de la muerte, y lo imbécil que he sido. Si, le temo a la muerte, y mucho. Un poco después aparece un ibicenco simpático en moto y se para para preguntar:
- ¿Qué ha pasado?
- He perdido el control - le digo
- ¿Perdona? - me dice incrédulo bajándose de la moto - ¿Tú ibas en ese coche?
- Si - respondo.
El chico me señala a mi con el dedo índice, y luego hace lo mismo con el coche, vuelve a señalarme con la mirada fija en aquello que señala, y de nuevo al coche.
- ¿Tú has salido de ese coche ahora mismo? - dice sin salir de su asombro
- Si - repito
- ¡Caray! - exclama - ¡Dios te ama! - dice riendo como si se alegrara de estar en el lugar donde ha acontecido un milagro.
Puede ser. Siempre he pensado que un Dios omnisciente y omnipotente no necesita de la adoración, ni siquiera de la creencia en él, para que te ame. Un ser que necesita que le adoren y le muestren reconocimiento constante sin ser cuestionado para reafirmarse en su postura, es un ser inseguro y ególatra. Y la egolatría y la inseguridad son defectos de seres humanos, no de un dios.
Le explico al hombre lo de las gafas y se pone a ayudarme a buscarlas por el suelo, cosa que le hace ver los restos del accidente, así que va reconstruyendo los hechos. Tras salir de la carretera golpeo con la rueda de atrás contra un poste de teléfono. Una tirada de suerte hace que golpee en la rueda y no en otro lugar que podría haber dañado más al coche, y por lo tanto a mi mismo. El coche sale disparado dando una vuelta sobre sí mismo de como doscientos grados, otra tirada de suerte ha puesto gran cantidad de matas que deben frenar el movimiento al que está sometido mi vehículo, que acaba metido dentro de un torrente mirando en la dirección opuesta a la que conducía. La robustez y tamaño del coche evitan que me golpee la cabeza. El cinturón me ha salvado de no correr la misma suerte que mis gafas, que deben haber volado por la ventanilla abierta y no las conseguimos encontrar. Lo que sí encontramos es la rueda, con parte del eje, arrancada de cuajo de la estructura del coche. Está tirada unos cuantos metros más allá y el chico me ayuda a meterla en el maletero del coche. En ese momento reaparece la señora alemana con unas gafas que no son las mías.
- Pruébatelas, a ver si te ayudan - me dice.
Me las pongo y veo sorprendentemente bien. Al parecer la mujer es tan miope como yo. Puedo hasta leer el nombre de la chapa que lleva del uniforme. Suzanne. Tal vez sea inglesa. Le digo que cuando se las devuelvo, pero me dice que me las puedo quedar, que ella ya no las usa.
Me deben ver mejor cara, y me dejan, con semblante tranquilo. Yo también estoy más tranquilo y llamo a la grúa por fin.
Durante la espera reaparece la señora, ya en coche, dirección a un trabajo al que debe estar llegando tarde. Le doy las gracias por enésima vez. Entonces aparece el tonto de turno, que sin preguntarme ni como estoy, lo único que hace es pillar la matrícula de mi coche y pedirme el número informándome de que no tiene internet porque he roto algo en el poste y que eso lo tendrá que pagar mi seguro. Aparece una grúa, le hago señales con la mano para que pare, puesto que el coche dentro del torrente no se ve desde la carretera. El hombre, cuando se para, ve que no es mi coche al que le han mandado a recoger, y me dice que cien metros más adelante hay alguien en la misma situación que yo.
Espero un buen rato más, y finalmente aparece la grúa de mi seguro. De ella bajan dos señores muy amables que sacan sin mucha dificultad el coche del torrente. Me informan de que eso no tiene arreglo y no vale la pena llevarlo al taller. Se lo llevan para desguace, y a mi me dejan en mi casa. Me entero después, de que ese día estuvieron hasta las dos de la madrugada recogiendo vehículos salidos de la carretera. Caen cuatro gotas y los conductores parecemos subnormales ineptos al volante.
Quitando el moretón en el brazo y en el estómago causados por el cinturón de seguridad, estoy ileso. Con la sensación de que he bailado un vals con la muerte, que está acechando en cada esquina y hoy ha decidido perdonarme para recordarme que ella está siempre presente. Mirando cada uno de nuestros movimientos. Y hoy le tengo más miedo a la muerte que ayer, pero digo yo que será normal cuando el miedo a la muerte es lo que nos mantiene vivos. Pero estoy ileso y tengo que dar gracias a Dios, Preston Tucker y Nils Bohlin.