Eran las dos de la madrugada y Marta, a pesar de que tenía que madrugar al día siguiente, gozaba de la suave y resbaladiza textura del barro. El torno no reparaba en la hora que era y daba vueltas y más vueltas mientras ella moldeaba a su antojo. Todavía no sabía la forma que tendría, ni tan solo si sería capaz de sacar algo que luciera bonito, lo único que sabía era que ponía todo su amor en ello. Toda la intención de hacer una obra honrada y digna. Lo hacía a aquellas horas porque eran las únicas que le quedaban con un poco de tiempo para ella misma. Para querer y mimar su alma haciendo aquello que más le satisfacía como persona individual. La mañana siguiente fue otra cosa muy diferente.
A la mañana siguiente sonó el despertador a las siete y media de y Marta se levantó muerta de sueño. Bostezando y frotándose los ojos. Pero no podía vacilar. No podía perder ni unos minutos en la cama si quería llevar a Jorge, su hijo de siete años, al colegió y llegar al trabajo a tiempo. Tenía que hacerle levantar, ayudarle a vestir, hacerle el desayuno, asegurarse de que se lavaba los dientes y, a la vez, tenía que desayunar y preparar la clase para sus alumnos. Después, como cada mañana de la semana, coger el coche, dejar a Jorge en la escuela una hora antes de que empiecen las clases. Ésa hora en la que siempre estaba el cuidador esperando a los niños cuyos padres empezaban a trabajar a la misma hora que empezaba el horario lectivo. Entonces arrancaba su vehículo de nuevo y se dirigía a un colegio un poco mas alejado, donde era ella la profesora de los mas pequeños. Los niños de preescolar.
A aquellos niños les enseñaba a colorear, a leer, a cantar canciones, a escribir sus primeras palabras... Pero, a su vez, les enseñaba algo mucho mas importante y que no está en los libros de texto, ni siquiera en google. Les enseñaba a respetar, a querer, a comprender. Unas lecciones a las que, desde su punto de vista, se les daba demasiada poca importancia en el sistema educativo actual. Más de un compañero se había encontrado que se limitaba a impartir las lecciones de los libros, sin importarle la motivación individual de cada uno de sus alumnos. Con el tiempo había aprendido a clasificar a los profesores en dos tipos: los que lo hacían por afán de obtener una vida fácil y cómoda, con muchas vacaciones, fines de semana libres y una buena jubilación, y los vocacionales, a los que, por supuesto, Marta pertenecía. Siempre había pensado que la manera de cambiar el mundo, con todas sus miserias, era mejorando la educación. Tratar de erradicar odios irracionales de la sociedad como el racismo o la homofobia no tenía ningún sentido si no se arrancaban de raíz. Y la raíz de la sociedad, consideraba ella, eran los niños.
Al acabar su jornada salía del colegio con una agotada sonrisa y de vuelta con su vehículo, pasaba por casa de sus padres donde esperaba su hijo. Cuando por fin llegaba a su casa debía ayudar a Jorge con los deberes de su escuela y preparar la lección para impartir a sus alumnos al día siguiente. Después de la cena siempre intentaba que su hijo se fuera pronto a la cama. Era lo mejor para él. pero, siendo sincera, también era lo que ella quería para poder dedicarle mas rato a sus esculturas. Aunque, ¿Quién podría recriminar tan pequeño acto egoísta después de un día entero entregado a los demás? Que Jorge se acostara a veces costaba alguna pataleta y algún pequeño alzamiento de voz, pero como mejor resultado obtenía era con la comprensión y explicación de los motivos. Era consciente de que su comprensión desembocaba en la del niño, y era el mejor ejemplo que podía dar si no quería acostumbrar a Jorge a tratar de conseguir las cosas con enfados y rabietas. Así pues siempre había considerado que la mejor lección era el ejemplo.
Cuando por fin conseguía que su hijo se durmiera, volvía a encender el torno y a disfrutar de sus manos embarradas y el fluir de éstas por la superficie viscosa. Pero esa noche el sueño era mayor, y no podría quedarse hasta tan tarde. Al día siguiente había otra cosa que debía moldear. Una obra que seguro no la acabaría ni en un año, ni en una vida, y que no sabía como iba acabar. Solo sabía que ponía todo su amor en ella. Una obra de gran calibre. El futuro.