Un suelo de madera con podredumbres por las que se te puede colar el pie. Un falso techo carcomido que te escupe polvo de madera a la cara. Una ventana con el dintel que sujeta las vigas del techo quebrado por las humedades causadas por antiguas goteras. Así encontré la habitación de la casa, una casa que respira historia. Y trabajo por hacer.
Parece ser la casa más antigua del pueblo. Rodeada de praderas verdes en la ladera de la montaña desde donde las vacas miran atónitas un paisaje que poco cambia a lo largo de los años. A excepción de la tala de eucaliptos. El crimen al ecosistema por parte de la industria de la celulosa. Eucaliptos que crecen, se talan, se replantan y vuelta a empezar. Un ciclo sin fin en el que poco a poco se va destruyendo la biodiversidad de los suelos a la vez que incrementa el riesgo de incendios forestales. Anchas praderas de pastos verdes, bosques frondosos y ríos y riachuelos. Muchos riachuelos. Recuerda coger calzado adecuado si decides darte una caminata por estos lares pues puedes encontrarte la ruta inundada. En este enclave, una aldea con cuarenta habitantes censados, la casa que fue de profesores y curas espera su colapso, ya sea por el paso natural del tiempo o por la acción humana. Un colapso que espero le tarde en llegar.
Empezar por sacar el mobiliario. La silla de rezar, me cuesta un poco entenderlo de primeras, pero es una silla de rezar. Los motivos religiosos y la altura de la parte de atrás indican que solo podía servir para arrodillarte e hincar bien fuerte los codos para rezar o confesarse. Alguien que, tiempo ha, fue convertido en abono a través del tracto digestivo de un puñado de gusanos, debió de rezar muy fuerte hincando los codos y las rodillas en esta silla. La conservo para restaurar. El colchón de paja con olor a cuadra, directo a la hoguera del jardín. Hoguera purificadora que acabo todo lo indeseado que ya no se puede salvar.
Vaciada la habitación, se desmonta el suelo. Tabla a tabla, algunas aprovechables, tras dedicarle unas horas de radial y gasoil, otras requieren ser troceadas en trozos más pequeños para que entren en la cocina de leña, fuente de calor en el frío de la montaña. Más trabajo. Revisar vigas, lijar, tratar, cambiar las que no sirven atornillar tablas… Días, semanas… Cambiar el dintel con las vigas bien apuntaladas no vaya a colapsar el tejado sobre mi cabeza. Reforzar la reconstrucción chapucera del muro de piedra con cemento. Aquí no ha pasado nada. Más trabajo. Estructura del suelo: añadir columnas de refuerzo bajo mis pies, el mallazo, el hierro de anclaje clavado en las paredes, el plástico y el planché de hormigón. ¿Mil quinientos kilos? ¿Tres mil? ¿Quién sabe? Una saca entera de arena, unos treinta sacos de cemento y veinte de arlita subidos a pulso. Subidos a cubos, en un día para que el hormigón quede y fragüe de una pieza. Trabajo, mucho trabajo. Pero ahora hay una superficie plana y transitable donde antes podía hundirse el pie y no hay temor a que colapse el techo porque se acabe de quebrar el dintel.
Satisfecho, entiendes: el trabajo dignifica. Pero no dejes que te lo digan para convencerte de generar más plusvalía para alguien que ni conoces. Marcarse un objetivo que requiere trabajo duro cuya recompensa es la sensación de haberlo conseguido es lo que dignifica. Y queda mucho trabajo por delante, pero para construir un castillo hay que empezar por colocar una piedra.
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