Suena el despertador y ya estoy pensando en ello. Reviso los
cajones de mi casa, y no me queda ni un gramo. Así que me visto y acudo a mi
distribuidor habitual y le pido una dosis para tomar en el acto. Da igual si
llego tarde al trabajo, no empiezo el día sin mi dosis. Durante el trabajo lo mismo. Toda la jornada
pensando en ello, aprovechando cualquier momento para escaquearme a por otra
dosis. Y al terminar la dura jornada laboral, no vuelvo a casa sin pasar por mi
distribuidor a por una dosis más. A veces doble.
Cuando empecé solo
tomaba de vez en cuando. Para socializar. Como todo el mundo en mi entorno tomaba,
yo empecé a tomar. Pero solo era eso, quedar con alguien y tomar una o dos.
Luego empecé a comprar pequeñas cantidades, a pedir dosis individuales a amigos
o vecinos para preparármelas en casa, y ya llevo tiempo comprando a quilo y
consumiendo en solitario. A todas horas. Todos los días. Ya lo decía mi madre “ten cuidado que eso engancha” “estás
tomando demasiado a menudo”. Pero yo nunca escuché.
Ahora veo como la
sustancia tiene a todo el mundo dominado. Pronto nadie podrá vivir sin sus
dosis, y el mundo se verá sumido en la oscuridad de la total ausencia del libre
albedrío. El hecho de que nadie parezca ser consciente de ello, no lo hace
menos real. Todos acuden a por sus dosis, como si fuera lo más normal del
mundo, ignorando, por voluntad o no, aquella vocecila interior que les dice: “adicto”. Y yo también. Aunque me duela
colaborar en este complot de proporciones cataclísmicas, no puedo evitarlo. Lo
necesito. Acudo una vez más a mi distribuidor habitual y pido:
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¡Otro café!