En una tarde cualquiera de primavera en la que me encuentro
yo recogiendo jalapeños en la huerta de mi abuelita me sorprende repentinamente
mi hermano corriendo hacia mí
-
¡Rosa, Rosa! – me dice mientras se acerca con
una carta en la mano - ¡Es para ti!
Abro el sobre y leo
sorprendida como se requiere de mi ayuda en un mundo lejano más allá de los
vastos océanos. Me había tocado y no podía rechazar tan importante misión. Así
que voy, cruzo el valle de Chiapas a pie, hasta llegar a un lugar dónde mágicos
y enormes aves quetzal aterrizan y levantan el vuelo. En los laterales de estás
magníficas aves se abren unas puertas que llevan a un extraño compartimento con
cómodas butacas reclinables en las que me invitan a sentarme. El quetzal en el
interior del cual me encuentro levanta el vuelo, se eleva por encima de las
nubes y cruza interminables océanos hasta llegar a una pequeña y mágica isla
llamada Ebusus. Allí todo es diferente a lo que yo estoy acostumbrada a ver.
Abundan un tipo de criatura extraña, parecida a los hombres, pero con un
extraño pecho hinchado al descubierto y unos visores oscuros extraños en lugar
de ojos. Además caminan de una forma extraña, como si un palo rígido les
atravesara de arriba abajo por su interior. Las hembras de la misma especie
tienen unas formas exageradas y poco naturales y cuando caminan parecen estar
poseídas por una serpiente, pero por suerte no parecen seres hostiles. Aun no
entiendo porque me han llamado.
Voy al cuartel general donde me proporcionan
las ropas de combate. Todas las prendas poseen una pequeña representación de un
quetzal en alguna esquina. El uniforme consiste en unos pantalones beige, una
camisa negra y un delantal. Me explican que voy a tener que estar colaborando
en la guerra contra los bebedores por los próximos tres meses. Me explican
también que no me haga ilusiones en cuanto a ganarla. La guerra contra los
bebedores es una guerra eterna que representa el equilibrio entre lo sobrio y
lo ebrio que jamás terminará. Solo hay que combatir sin cesar reponiendo a los
combatientes que abandonan, son baja, o cumplen con su cometido. Se suelen
establecer periodos de tres a seis meses para cada uno de los trabajadores
llegados desde diferentes partes del mundo, tras los cuales vuelven triunfantes
a su casa.
Acudo por primera
vez al campo de batalla. Nuestro lugar es una trinchera metálica que nos
protege de los bebedores. Dentro de ella tenemos todo lo necesario para
enfrentarnos a ellos. Hay cientos de botellas diferentes que se pueden mezclar
entre ellas para crear armas más potentes, también hay unos grifos mágicos que
con solo estirar ligeramente una palanca emiten chorros y chorros de un líquido
amarillento con espuma capaz de detener por un rato a los bebedores. Se me hace
bastante estresante y agobiante el primer día. No sé cómo preparar ninguno de
los brebajes utilizados para detener a los bebedores, y temo ser una molestia
para los luchadores experimentados que ya llevan un tiempo acudiendo a la
trinchera. Pero afortunadamente la mayoría son amables y me enseñan a desarrollar
mis técnicas con paciencia. El general al mando del batallón es un pequeño
trasgo gruñón que no para de dar órdenes a todos los soldados y se enfada mucho
cuando las cosas no suceden como el desea. Pero también me ayuda a desarrollar
mis habilidades de combate dándome sabios consejos dignos de un erudito trasgo.
A veces, por las
noches, cuando el ritmo de la batalla disminuye, el general trasgo nos prepara
de los brebajes que utilizamos para detener a los bebedores, y aunque al
principio temía probarlos, al ver que todos mis compañeros los probaban, un día
me animé y bebí un vaso entero de brebaje hecho a base de sandía. Sabía un poco
fuerte y mi cabeza empezó a dar vueltas. El colorido de mi entorno se volvió
gris y mi percepción de las cosas cambió por completo. Por unas horas sentí que
solo éramos personas normales dando de beber a unos borrachos insoportables por
una miseria al mes. Pero por suerte antes de ir a dormir le pedí al señor
Diosito que eliminara esas horribles visiones de mi cabeza y cumplió.
A la mañana
siguiente todo vuelve a ser normal, excepto un ligero dolor de cabeza que me
martillea la sien, que parece ser una habitual resaca provocada por los
brebajes mágicos. Voy a la trinchera a continuar peleando, cada vez se me da
mejor. Entre asalto y asalto me da tiempo de explorar un poco los alrededores
del campo de batalla y descubro que es una isla muy bonita en la que hay
personas maravillosas que se dedican, como yo, a la eterna lucha contra los
bebedores. Agradeceré por siempre a Diosito el haberme brindad la oportunidad
de vivir una experiencia tan padre.