Me encuentro los dos
cadáveres frente a mí. Uno más grande, otro más pequeño. Tal vez fueran madre e
hijo. Los veo allí, estirados, inertes, con una mueca de dolor permanente en su
cara a causa del rigor mortis. Imagino que, conscientes de que su vida llegaba
a su fin, han intentado buscar desesperadamente un poco de consuelo en el
contacto físico de un semejante. Pero no han llegado a tiempo. Han muerto a un
mísero paso el uno del otro. El veneno que les dejé ha sido letal, y, con sus
pulmones encharcados en sangre, no han vivido lo suficiente como para abrazarse
una última vez. He segado sus vidas cruel y dolorosamente, sin piedad, solo
porque me molestaban y no quiero compartir mi espacio con ellos. Pero no
imaginé el dolor que me provocaría ver los cuerpos. Una lágrima intenta asomar,
pero resisto. Imagino que no habría guerras si los que las crean tuvieran que
ver su horror en primera persona.
Voy a deshacerme de
los cuerpos. Hago una señal de respeto que le pide a un Dios en el que no creo
que las lleve con ellas, que acoja a mis víctimas en su seno y acepte a sus
almas en su reino. No conozco otra manera de mostrar respeto a los muertos.
Cavo un pequeño agujero con la azada y empujo a los dos roedores a su interior,
tocándose, como hubieran querido morir y no pudieron.