domingo, 27 de octubre de 2024

CASA BALSEIRO

 Un suelo de madera con podredumbres por las que se te puede colar el pie. Un falso techo carcomido que te escupe polvo de madera a la cara. Una ventana con el dintel que sujeta las vigas del techo quebrado por las humedades causadas por antiguas goteras. Así encontré la habitación de la casa, una casa que respira historia. Y trabajo por hacer. 


  Parece ser la casa más antigua del pueblo. Rodeada de praderas verdes en la ladera de la montaña desde donde las vacas miran atónitas un paisaje que poco cambia a lo largo de los años. A excepción de la tala de eucaliptos. El crimen al ecosistema por parte de la industria de la celulosa. Eucaliptos que crecen, se talan, se replantan y vuelta a empezar. Un ciclo sin fin en el que poco a poco se va destruyendo la biodiversidad de los suelos a la vez que incrementa el riesgo de incendios forestales. Anchas praderas de pastos verdes, bosques frondosos y ríos y riachuelos. Muchos riachuelos. Recuerda coger calzado adecuado si decides darte una caminata por estos lares pues puedes encontrarte la ruta inundada. En este enclave, una aldea con cuarenta habitantes censados, la casa que fue de profesores y curas espera su colapso, ya sea por el paso natural del tiempo o por la acción humana. Un colapso que espero le tarde en llegar. 


Empezar por sacar el mobiliario. La silla de rezar, me cuesta un poco entenderlo de primeras, pero es una silla de rezar. Los motivos religiosos y la altura de la parte de atrás indican que solo podía servir para arrodillarte e hincar bien fuerte los codos para rezar o confesarse. Alguien que, tiempo ha, fue convertido en abono a través del tracto digestivo de un puñado de gusanos, debió de rezar muy fuerte hincando los codos y las rodillas en esta silla. La conservo para restaurar. El colchón de paja con olor a cuadra, directo a la hoguera del jardín. Hoguera purificadora que acabo todo lo indeseado que ya no se puede salvar. 


Vaciada la habitación, se desmonta el suelo. Tabla a tabla, algunas aprovechables, tras dedicarle unas horas de radial y gasoil, otras requieren ser troceadas en trozos más pequeños para que entren en la cocina de leña, fuente de calor en el frío de la montaña. Más trabajo. Revisar vigas, lijar, tratar, cambiar las que no sirven atornillar tablas… Días, semanas… Cambiar el dintel con las vigas bien apuntaladas no vaya a colapsar el tejado sobre mi cabeza. Reforzar la reconstrucción chapucera del muro de piedra con cemento. Aquí no ha pasado nada. Más trabajo. Estructura del suelo: añadir columnas de refuerzo bajo mis pies, el mallazo, el hierro de anclaje clavado en las paredes, el plástico y el planché de hormigón. ¿Mil quinientos kilos? ¿Tres mil? ¿Quién sabe? Una saca entera de arena, unos treinta sacos de cemento y veinte de arlita subidos a pulso. Subidos a cubos, en un día para que el hormigón quede y fragüe de una pieza. Trabajo, mucho trabajo. Pero ahora hay una superficie plana y transitable donde antes podía hundirse el pie y no hay temor a que colapse el techo porque se acabe de quebrar el dintel.


 Satisfecho, entiendes: el trabajo dignifica. Pero no dejes que te lo digan para convencerte de generar más plusvalía para alguien que ni conoces. Marcarse un objetivo que requiere trabajo duro cuya recompensa es la sensación de haberlo conseguido es lo que dignifica. Y queda mucho trabajo por delante, pero para construir un castillo hay que empezar por colocar una piedra. 

 



viernes, 5 de abril de 2024

LA MEJOR HAMBURGUESA QUE HE SERVIDO EN MI VIDA

 Otro día más, otro día de la marmota más. Entro a las 5 de la tarde y ya hace un calor abrasador. Te piden buena presencia e higiene, pero la primera tarea es “engalanar” la terraza para la noche. Entrecomillo engalanar porque básicamente lo que hacemos es colocar más mesas donde durante el día hay hamacas. Al sol de agosto de las cinco de la tarde, como cualquiera puede adivinar, estoy sudando como un cerdo a los cinco minutos. Cinco, cinco, cinco. Soy un genio del neuromárketing. A está hora quedan muy pocos clientes y se puede aprovechar para limpiar las mesas, hacer desaparecer toda cubertería y cristalería de plástico para dar paso a los vasos de verdad. Aquellos que añaden un montón de peso a tu bandeja como las jarras de cerveza de asa. Es un horario muy inglés, comen sobre las doce y para las cinco, pasada su primera borrachera, suben a su habitación en el hotel para ducharse y prepararse para una cena sobre las seis y media y una posterior segunda borrachera. 


 Estoy limpiando las mesas, retirando platos de cartón de aquellos clientes a los que les pilló hambre después de la comida pero antes de la cena. La normativa del hotel lo indica claramente, se puede pedir “comida” en el bar hasta las seis de la tarde. Entrecomillo comida porque esa basura plasticosa que viene en paquetes de plástico congelados y metemos en el hornillo durante 10 minutos antes de servirlo no puede llamarse comida. Aunque lo barnices de ketchup. Voy entrando vasos de plástico reutilizables al ofis, vacío su contenido en la pica y los meto en los racks para el lavavajillas. Que raro, la pica se ha vuelto a atascar y está hasta arriba de un líquido de color marrón en el que flotan infinidad de rodajas de limón y pajitas de plástico. Cuando tengo todas las mesas colocadas y despejadas es el turno de la limpieza. Pasar la bayeta. Una pasadita de bayeta, y mesa limpia. No importa si la mesa está pringosa de cubatas o sangría derramados o incluso helado de chocolate. La bayeta da para todas las mesas, no hay tiempo de volver al ofis a limpiarla después de cada mesa. Dejo las mesas de abajo de los pinos para el final, porque esas no fallan, esas están siempre llenas de mierdas de pájaro. 


  Encargándose de la barra está Iván. Iván es el chaval de la plantilla. Diecinueve años y una educación que sale de lo normal. Algo tímido, siempre sonríe a todos los clientes, nunca alza la voz más de lo necesario, siempre es atento con todo el mundo y jamás le he escuchado rechistar ni quejarse. Deporte habitual entre los que llevamos aquí varios años. Iván es de esas personas de las que absolutamente nadie puede decir una sola cosa mala. No es arrogante, no es cabezón, es buen compañero, no habla demasiado, no molesta. Bueno, a mi si me molesta un poco una cosa de este chaval. Se toma el trabajo demasiado en serio. Aplica las dosis de bebidas solicitadas por la directiva al milímetro, nunca toma una sola cerveza en el trabajo, intenta conseguir la máxima rentabilidad para la empresa. Más o menos lo contrario a lo que hago yo. De hecho, cuando aparece el clásico cliente alcohólico dispuesto a reventar la pulsera del todo incluido, de esos que desayuna cerveza y come con gintonic, yo me lo tomo como un reto personal y durante las noches le sirvo las copas con ochenta por ciento de licor y veinte de refresco. Ese tipo de cliente, a esas horas de la noche, no siente que sepa mal una bebida de estas proporciones, y eso que servimos garrafón. Pero mi reto es conseguir que al día siguiente por la mañana pida agua. Y creedme que más de una vez lo he conseguido.


  Iván está despachando gente en la barra con tranquilidad, no hay gran cosa a esta hora. Pasan cinco minutos de las 6 y saca la que es la última comanda de comida que se había pedido hace unos diez minutos. Entonces el siguiente cliente ve la hamburguesa con aspecto de chancla perdida en la playa y la pide:

  • I want one of this -  Quiero una de esas balbucea

  • Perdón, pero es que ya pasan las seis, y la hora de la comida… - se dispone a explicarle mi compañero

  • ¡Qué te he dicho que me pongas una de esas! -  sobra decir que la conversación entera se sucede en inglés, pero no un inglés británico sofisticado, sino más bien un inglés como el que hablan los de la serie Misfits. O más bien como los de la película Tyrannosaur, de Paddy Considine. No sé de qué parte de Inglaterra viene.  

  • Señor, lo siento mucho pero es que después de las 6 no servimos… -  contesta Iván en un tono educado pero con síntomas de nerviosismo en su voz

  • ¡Qué te jodan! ¡Te he dicho que me sirvas una hamburguesa y me la vas a servir! 


Inmediatamente Iván agacha la cabeza y se dirige al ofis, donde está el congelador de la “comida” y el horno. 

  • No se la irás a poner -  le digo incrédulo tras ver la reacción del cliente. 

 Iván no me contesta y se va directo a encender el horno y mete una hamburguesa a pesar de sus manos temblorosas. Son diez minutos. Mientras yo sigo a lo mío en el ofis, entre tragos de cerveza voy limpiando vasos, cortando limones y preparando el pase de la noche. No pasan ni cinco minutos, que Iván vuelve y mira el horno. 

  • ¿Está la hamburguesa? - me pregunta

  • Todavía no, yo la controlo. Déjame que la saque yo. 

Sigo un poco con mis tareas hasta que suena la campanilla. Saco la hamburguesa y la veo abierta en el plato. Me pregunto ¿Qué le hago?. Mi primera idea es escupirle, pero eso es demasiado poco. Hay que ser justo, y un escupitajo se lo llevó la semana pasada una señora que me pidió que sonriera tres o cuatro veces en una hora, y al rato fue a quejarse a la recepción de que no sonreía. Supongo que el hecho de que el camarero esté pasando un mal día le jode las vacaciones a ella. Un moco se lo puse a un tipo que se me plantaba delante cuando iba con la bandeja cargada hasta los topes y casi me hace perder el equilibrio de esta varias veces. Hay que ser justo, éste hombre se merece más. Éste hombre merece el correctivo más severo de la historia. O al menos de mi historia.  Esta gente que viene aquí y creen que pueden hablarnos como si fuéramos sus esclavos merecen todo el peso de la justicia divina. ¡Ah, ya sé! Llamo a Iván para que lo vea todo. En cuanto asoma, cojo la hamburguesa con la mano y la restriego por el suelo negro de mierda del ofis. 

  • Nooo -  aparta la vista Iván

  • Espera espera - le digo

 Me quedo mirando la hamburguesa. El paseíto por el suelo pisoteado y lleno de líquidos derramados no me parece suficiente. Entonces se me enciende la bombilla. Veo el trozo de tela a cuadros azules y blancos. La bayeta. Esa misma bayeta con la que limpié todas las mesas de la terraza, incluidas las mierdas de pájaro. Bonus, tiene una punta tocando el líquido inmundo de la pica. La agarro con celeridad, y la exprimo encima de la hamburguesa. 


  • ¡Tío! ¿¡Y si enferma!? - exclama Iván nervioso

Me giro sonriente, le miro a los ojos fijamente y le respondo:

  • Eso sería el mayor éxito posible

  • Voy a hacer como que no he visto nada - acaba diciéndome Iván y abandona el Ofis tras lo que me parece ser una arcada. 

  • Si enferma siempre podemos decir que es de tajarse a muerte a diario -  le digo, aunque creo que ya no me escucha pues ha salido del ofis. 

Agarro el plato con la hamburguesa “aliñada”. Entrecomillo aliñada porque… Bueno, supongo que no hace falta que lo explique. Me planto en la mesa del cliente, sonrío como nunca, y le doy la hamburguesa con los botes de ketchup y mayonesa. Disimuladamente observo todo el proceso. Veo que le echa salsa en abundancia. Una ventaja, extra de disimulo para el aliño extra que le añadí yo. Está a punto de hacerse justicia. Actúo sin pedir nada a cambio y sin que nadie se entere. Soy Batman. Bueno, no, mejor no, que es un multimillonario asqueroso que en lugar de invertir su fortuna en proyectos sociales para bajar los índices de criminalidad de Gotham city se dedica a inventar batcacharros para apalear a los más desfavorecidos de la ciudad. Más bien soy Spiderman. Pobre y perdedor, pero con un gran sentido de la justicia. 


 Se zampa la hamburguesa como si no hubiera comido en días y cuando ha terminado me acerco a la mesa. De nuevo con mi mejor sonrisa y mi inglés formal le pregunto: 

  • ¿Estaba buena la hamburguesa? 

  • Si, muy buena -  me responde con una sonrisa socarrona al creer que le estoy tratando bien para que se le quite el enfado, pobre iluso. 


Fin de la historia. Estoy contento, una vez más se ha hecho justicia. Pero no me puedo despedir sin daros el consejo del día, como en las series de dibujos de los ochenta. Nunca tratéis mal a quien os va a dar de comer. Bueno, no seáis capullos y no tratéis mal a nadie, pero especialmente a quien os da de comer.



miércoles, 27 de marzo de 2024

El Xilófono

 Abro los ojos. Estoy tumbado, boca arriba y el cielo parece ser una hoguera humeante de nubes negras sobre fondo naranja intenso. Pocos segundos pasan hasta que en mi campo de visión penetra una calavera que me mira y sonríe simpáticamente. No me preguntéis cómo sé que sonríe una calavera, pero lo sé. El esqueleto que tengo al lado sonríe. Sostiene en las manos unos mazos de percusión que me enseña y al bajarlos empieza una alegre melodía que contrasta con un dolor insoportable que siento en el pecho. 


 Miro a mi alrededor, el paisaje baila jubiloso al son de la música causada por los golpes de los mazos de percusión. Un sonido semejante a un xilófono de esos metálicos, como el que teníamos en el colegio de primaria, envuelve a los árboles ondulantes, a los animales que parecen estar en periodo de descomposición mientras bailan en parejas y a los esqueletos humanoides que forman una dinámica coreografía. Todo junto parece una divertida fiesta infernal que contrasta con el dolor que siento en mi pecho cada vez que suena una nota. Hago un esfuerzo por levantar la mirada y me hago consciente del horror. Estoy abierto en canal y mis costillas desnudas son lo que causa la alegre melodía al ser golpeadas con los mazos por el esqueleto feliz. Cada una de mis costillas, a modo de teclas de un xilófono generan una nota distinta, y a la vez, un dolor insoportable en mi pecho 


  Sigue. No sé el tiempo que ha pasado. Una eternidad, tal vez dos. Recuerdo que caí en moto, imagino que de la caída acabé aquí. En este infierno. Tal vez cada uno de nosotros tiene un castigo diferente reservado para después de la vida, y el mío es soportar un dolor constante en el pecho mientras seres de ultratumba bailotean a mi alrededor celebrando mi sufrimiento. Solo queda poner en práctica lo aprendido de meditación en mis clases de yoga y resignarme. No hay nada que hacer, el dolor está ahí, lo acepto, lo ignoro, y me entrego. Estoy muerto. Resignación.  


  Abro los ojos, no veo un carajo. Está oscuro. Respiro profundamente y me duelen las costillas. La buena noticia, al menos para mí, es que estoy vivo. Podría no estarlo. Ya hace más de tres meses desde la caída en moto y todavía me duelen las costillas al respirar. Voy a poner en práctica la resignación meditativa, a ver si vuelvo a dormir. Mañana será otro día en el que acudiré al trabajo soportando el dolor y la falta de sueño que éste me provoca. Pero la buena noticia es que estoy vivo.