Abro los ojos. Estoy tumbado, boca arriba y el cielo parece ser una hoguera humeante de nubes negras sobre fondo naranja intenso. Pocos segundos pasan hasta que en mi campo de visión penetra una calavera que me mira y sonríe simpáticamente. No me preguntéis cómo sé que sonríe una calavera, pero lo sé. El esqueleto que tengo al lado sonríe. Sostiene en las manos unos mazos de percusión que me enseña y al bajarlos empieza una alegre melodía que contrasta con un dolor insoportable que siento en el pecho.
Miro a mi alrededor, el paisaje baila jubiloso al son de la música causada por los golpes de los mazos de percusión. Un sonido semejante a un xilófono de esos metálicos, como el que teníamos en el colegio de primaria, envuelve a los árboles ondulantes, a los animales que parecen estar en periodo de descomposición mientras bailan en parejas y a los esqueletos humanoides que forman una dinámica coreografía. Todo junto parece una divertida fiesta infernal que contrasta con el dolor que siento en mi pecho cada vez que suena una nota. Hago un esfuerzo por levantar la mirada y me hago consciente del horror. Estoy abierto en canal y mis costillas desnudas son lo que causa la alegre melodía al ser golpeadas con los mazos por el esqueleto feliz. Cada una de mis costillas, a modo de teclas de un xilófono generan una nota distinta, y a la vez, un dolor insoportable en mi pecho
Sigue. No sé el tiempo que ha pasado. Una eternidad, tal vez dos. Recuerdo que caí en moto, imagino que de la caída acabé aquí. En este infierno. Tal vez cada uno de nosotros tiene un castigo diferente reservado para después de la vida, y el mío es soportar un dolor constante en el pecho mientras seres de ultratumba bailotean a mi alrededor celebrando mi sufrimiento. Solo queda poner en práctica lo aprendido de meditación en mis clases de yoga y resignarme. No hay nada que hacer, el dolor está ahí, lo acepto, lo ignoro, y me entrego. Estoy muerto. Resignación.
Abro los ojos, no veo un carajo. Está oscuro. Respiro profundamente y me duelen las costillas. La buena noticia, al menos para mí, es que estoy vivo. Podría no estarlo. Ya hace más de tres meses desde la caída en moto y todavía me duelen las costillas al respirar. Voy a poner en práctica la resignación meditativa, a ver si vuelvo a dormir. Mañana será otro día en el que acudiré al trabajo soportando el dolor y la falta de sueño que éste me provoca. Pero la buena noticia es que estoy vivo.