Una agradable brisa primaveral cruza las calles de la bonita ciudad mediterránea. La lubricación natural de los canalillos al descubierto alegran las vistas con su presencia, tras tantos largos meses ocultos. Se respira paz, tranquilidad y polen. Maldito polen. Son las tres de la tarde y tengo que hacer unos recados. Como hace mucho que no cojo la bici decido que me ira bien retomarla. Hacer un poco de ejercicio, ahorrar dinero, y, sobre todo, ahorrar tiempo. Es primavera, y en principio, debería ser un paseo agradable mientras cumplo con los recados. Pero tres factores impiden que así sea.
El primero es la falta de constancia. Hace seis meses que no cojo la bici, y eso se nota. El segundo factor es el calor. El sol aprieta, me empuja contra el asfalto y, a pesar de la brisa primaveral. El tercero es el polen, maldito polen que penetra en mis entrañas sin que lo perciba, pero me corroe el interior del sistema respiratorio. Con todo junto, las subidas son más empinadas y largas de lo que solían ser. Y lo que en invierno podría ser un agradable paseo, se esta convirtiendo en un sofocante ejercicio. Mi cara esta roja y mi corazón bombea a mil por pulsaciones por segundo. O esa es la impresión que me da a mí.
Como ya he dicho, hace seis largos meses que no cojo la bici, y claro, cuando me monto me doy cuenta de que las ruedas están mas deshinchadas que el pene de un adicto a la masturbación después de ver una película porno entera. Por tanto, no me queda otra que ir a la gasolinera y darle aire. Las hincho mucho. Cuando las ruedas de la bici están muy hinchadas da la impresión de que vas más rápido y cuesta menos esfuerzo darle al pedal. Además es divertido saltar y notar el rebote. Así que ignoro el consejo, o más bien la orden, que me daba mi padre cuando era niño “no las hinches tanto que te van a reventar y te vas a meter un hostia”. Y las hincho hasta que alcanzan una dureza similar a la de una piedra.
El camino empieza agradable. La brisa, los canalillos, las ciclistas en mayas que me adelantan. Todo resulta perfecto hasta la primera subida larga y de dura pendiente. Me pongo en pie para pedalear con más fuerza, empiezo a sudar. Los goterones me bajan desde la frente hasta la barbilla, y la piel que recubre mi tríceps es ahora la superficie de un valle que transporta ríos de sudor hasta el codo. Pienso en la impresión que se van a llevar en las agencias de publicidad cuando un tipo sudoroso, con greñas y perilla de heviata, pantalones de rapero destrozados y un metro con noventa y cinco centímetros de altura llame a su puerta, les entregue el paquete y se marche. Me pregunto si no pensarán que puede ser un paquete de Ántrax.
Tras la entrega del primer paquete, atravieso un agradable paseo lleno de árboles a ambos lados. Agradable para quien no sufre de alergia. Cuando llevo unos cien metros en él entra en juego el tercer factor estropea odiseas. Noto como el polen me inunda las entrañas. Me entran ataques de tos, la garganta me raspa, se me acumula flema hasta el punto de no poder evitar soltar el esputo en el primer seto que encuentro. Y los ojos, llorosos todo el camino como si me acabara de abandonar el amor de mi vida. Y es entonces cuando pienso “¡Qué guay! ¡Ya es primavera!”.
A pesar de los mocos consigo esquivar el ataque del polen, más bien resistirlo, y he cruzado el paseo. Ahora voy poco a poco por la acera por donde la sombra me protege ligeramente del calor. Estoy cruzando por debajo de una estructura de andamios de obras de rehabilitación de fachadas, cuando de repente noto una bocanada de fuerte aire caliente que me golpea en la cara acompañada de un estruendo ensordecedor. La siguiente imagen que tengo soy yo en el suelo, la rueda de la bici desencajada, los radios deshilachados y la rueda reventada por la presión del aire. Una barra del andamio está a escasos centímetros de mi cabeza, otra al lado de mis costillas, otra entre mis piernas a punto de tocar aquel instrumento más sensible de los hombres. Pero milagrosamente ninguna me ha tocado. Estoy completamente ileso, aunque parece ser que no lo parece, pues un señor me pregunta preocupado “¿Estás bien chico?” y yo es en ese momento, y no antes, que me doy cuenta de lo que ha pasado. Había un canto de baldosa en la acera, porque otra estaba totalmente hundida, y mi rueda sobreaireada ha reventado por la presión en cuanto lo he pisado. Ha dejado de rodar repentinamente, y mis noventa y cinco quilos se han ido repentinamente y de golpe al suelo. Ha sido de esas caídas en las que te sueles romper algo, al menos hacerte un esguince en la muñeca, o partirte la nariz. Pero yo, tras comprobar que mi dolor de rodilla solo es un pequeño rasguño, me levanto y contesto al señor. “Estoy bien, gracias”. Veo a una señora que se acerca alterada, “¿Qué ha pasado?” me pregunta. Y le digo que nada, que ha reventado la rueda y que estoy bien, que no se preocupe y que siga con su vida, le doy las gracias. Ella me contesta “Pues menos mal que te a pasado aquí, llega a pasarte por allí...” señalando la calzada por donde circulan los coches. Pensad de ella lo que queráis, yo aún no se que pensar.
Asimilo lo que me ha pasado muy alegre, satisfecho. Es casi un milagro que haya tenido esta caída entre una docena de barras de hierro y no me haya hecho nada. La única putada es que la bici no puede continuar, y aún tengo que entregar tres DVD’s. Además me he quedado un poco sucio, aunque eso todavía no me importa.
Me dispongo a buscar una tienda de reparación de bicicletas, entro en una tienda de motos. Como si tuviera algo que ver, y le pregunto al tipo que hay ahí si es posible que me arregle la bici, obviamente no, entonces le pregunto si sabe dónde puedo arreglarla. Parece saberlo a la perfección, pero solo lo parece. Me indica dos direcciones a los que ir, pero ambas están muy lejos, así que encadeno la bici y me dispongo a acabar con los recados a pata. De la bici me preocuparé después.
Caminar a este ritmo resulta ser un esfuerzo físico superior al de ir en bici, bajo el sol primaveral cada vez siento las axilas mas húmedas, y no tengo posibilidad de solucionarlo. Mi sentido de la orientación que normalmente es vago, se ha vuelto nulo. La caída ha liberado en mi mente algún tipo de sustancia que me hace sentir en un estado similar a la embriaguez. Tal vez haya sido un subidón de adrenalina. Tal vez no. El caso es que no encuentro la maldita calle y me siento desorientado en un barrio en el que he estado mil veces. Pregunto a la gente de la zona, pero parece que se les haya contagiado mi estado embriagado. Es como si la calle no existiera. Finalmente la encuentro, gracias principalmente, a mi propia lógica. Si tengo que encontrar una calle llamada iglesia, supongo que estará cerca de la iglesia. Y de repente todo junto me parece muy ridículo y obvio. Me he ganado un gallifante. Subo por el ascensor y mientras me pongo la sudadera que llevo atada a la cintura para disimular el sudor de las axilas, me doy cuenta de lo sucio que voy. Los pantalones manchados, las manos mugrientas, las chaqueta llena de roña. Pero claro, ¿Qué podría esperar tras haberme revolcado por el suelo de la acera? Por bonita que la ciudad sea, el suelo está mugriento. La mugre es una constante que aprendemos a esquivar, pero que siempre esta ahí. Acecha en cada esquina deseando enguarrarte de su esencia. Me abre la puerta una chica simpática, tal vez la secretaria de la agencia, o tal vez una creativa de una agencia pequeña. No lo se. Ni me voy a quedar a averiguarlo. Me limito a decirle que llevo un paquete para ellos y me doy la vuelta mientras me da las gracias, para que no le de tiempo, ni si quiera, a sospechar de mi lamentable presencia.
Las otras dos entregas transcurren de una manera más o menos similar. Y a pesar de todos los contratiempos cumplo con las entregas dentro del plazo previsto.
Ahora voy a preocuparme por mi bici. La primera dificultad que tengo que superar es encontrarla. Hubiera sido bastante más fácil si hubiera apuntado la calle en la que la he dejado, pero no lo he hecho. Solo se con certeza la zona. Pero, con la malditamente regular cuadrícula que forman las cales del ensanche de la ciudad, necesito rodear unas cuantas manzanas antes de encontrarla. Pues todo me parece igual, y me da la impresión que la he dejado en cualquiera de las calles que piso. Pero la encuentro justo cuando estoy empezando a emparanoiarme acerca de la posibilidad de que me la hayan robado. Recuerdo una vez en la que, para recuperarla, tuve que perseguir a un moro que se la llevaba al hombro. Y eso alimenta mi paranoia. Pero esta vez la bici sigue ahí. Quien se va a molestar en robar una bici decathlon, la mas barata de ellas, y con la rueda totalmente destrozada. La pieza que normalmente ajusta la cámara esta reventada y los hierros se separan dirigidos a todos lados. Nunca sospeché que el aire pudiera ser tan poderoso.
Mantengo la rueda que no rueda elevada. Empujo a la de atrás dirigiéndola. Los peatones temen acercarse demasiado a mí, temen la posibilidad de que les eche la bicicleta encima, o eso me parece que comunican sus miradas. Tras una larga y dura caminata llego a la calle donde el tipo de la tienda de motos me había dicho que había un taller de bicicletas. No veo nada, como era de esperar vista mi suerte. Al final decido entrar en cualquier tienda y preguntar. Si hay una tienda de bicis cerca, alguien que trabaje en la misma calle, que se la recorre a diario, debería saber donde se encuentra. Y mis suposiciones son acertadas. Una señora, que esta sentada detrás de una mesa de oficina, no recuerdo de que, me dice con toda seguridad: “la tienda que buscas estaba en esta esquina, pero quebró hace unos meses”.
Salgo, respiro profundamente para mantener la calma, y me cuesta. Por un momento mi mayor deseo es patear la bicicleta y las caras de todos los que están a mí alrededor hasta quedar exhausto. Pero en lugar de eso respiro hondo. Hace que el cerebro funcione mejor.
Llamo por teléfono a mi compañero de piso, tengo suerte, esta en casa. Le digo que mire en google dónde está la tienda de bicis mas cercana a mí y me indica una dirección que me pone de mal humor, más. No por su lejanía, sino porque está un poco más allá de donde vengo. Y yo, odio deshacer lo que hago. Odio el esfuerzo en vano. Y odio las pérdidas de tiempo. Y lo he hecho todo a la vez. Me dirijo hacia allí, temeroso de que esté cerrada, o ya no exista. Dada la suerte que llevo sería lo más normal. Pero cuando llego y veo la tienda de bicis doy gracias a mi compañero de piso, a mi móvil, a Internet, y a la tecnología que han estado allí cuando los he necesitado.
Dentro me atiende un hippie molón, aunque simpático. Es una tienda de bicis para gafapastosos modernillos del borne. Y me imagino que me sablearán. Pero es un momento en el que pagaría cualquier cosa por una rueda. Y no se burlen, no en vano es el invento más importante de la historia. Me dice amablemente “Un momento, voy a buscar tu rueda”. Repentinamente me siento más ligero. Voy quitando la rueda de mi bici, la separo de la cubierta que me ha dicho que es lo único que se puede aprovechar. El hippie vuelve con las manos vacías. “Se me han acabado las ruedas”. Esto es el colmo. Pero me ofrece una solución que evita que mi esperanza se desvanezca completamente. A dos calles hay una tienda de bicis. Y es una tienda normal. No una tienda de bicis que se decora de manera molona para atrapar a clientela subnormal que quiere ir de moderna por la vida por llevar una bici estilo retro, cuanto más cara mejor, aunque no esté equipada. Aunque no me lo explica con esas palabras por supuesto, y, aunque pueda parecer lo contrario, agradezco mucho la amabilidad del hippie molón.
Salgo con la bici en una mano, la rueda destrozada en otra, y la cubierta colgada cual collar, aumentando el porcentaje de mugre que hay en mi ropa. Suelto la rueda en el primer contenedor y llego a la siguiente tienda con mi bici colgada del hombro, y mi bonito collar de caucho. Eso si que es una tienda de bicis normal, me atiende un Manolo con mono de mecánico y una gorra amarilla con un logo publicitario de whisky. Le digo si me puede vender una rueda, accede. Me dispongo a colocarla en la bici, pero me doy cuenta de que el mecanismo es diferente a la que tenía antes. No se quita con la mano, sino que necesitas dos llaves inglesas, o alicates, o cualquier cosa que pueda sujetar los pequeños pernos y permitirme hacer fuerza sobre ellos. Cualquier cosa que por supuesto no llevo encima. Me giro, veo un cartel que pone “mano de obra: 50 Euros/hora” y le pido prestadas las herramientas. Me tiro un buen rato, no es que sea muy mañoso, pero cambio la rueda. Y es en ese momento en el que caigo que la rueda de una bici no se puede hinchar a pulmón. Miro al dependiente. Le he estado ocupando gran parte del vestíbulo de la tienda para cambiar la rueda, le he pedido prestadas herramientas para ahorrarme la mano de obra, y ni he hecho el gesto de pagar todavía por la rueda que me ha entregado. Pero vuelvo a mirar el cartel que pone “50 Euros hora” y le pido si me deja entrar a su taller a hinchar la bici para no irme arrastrándola hasta la próxima gasolinera. Supongo que le he dado pena, porque le dice al mecánico del interior que me la hinche. ¡Perfecto, ya tengo bici! Le pago veinticinco Euros y salgo de la tienda ansioso por poder volver a pedalear y desplazarme a una velocidad decente. A pesar del cansancio causado por todo el ajetreo, me siento feliz, y como una pluma. Ahora si que me he quitado un gran peso de encima. Me queda casi una hora de pedal para llegar a casa, pero al menos ya pedaleo. Pero, por supuesto, no todo va a ir bien antes de llegar a casa. Es primavera, y los ataques de tos y estornudos causados por el polen solo cesan cuando cae una lluvia torrencial digna del clima tropical. Paradójicamente, ahora que estoy empapado, ya no estornudo ni toso. Pero estoy empapado, como si me hubiera caído a una piscina con ropa y todo. Y estoy justo en el punto intermedio entre dos paradas de tren. Las dos están no muy cerca. Y la lluvia es tan abundante que en ese tramo consigue que me sienta mojado hasta los huesos. Pretendo ir veloz para llegar pronto a la siguiente estación, pero no es buena idea. La bici ignora los frenos, que dejan resbalar las ruedas debido al agua. La calle esta inundada y la gente camina sin mirar a su alrededor, prestando gran atención a sus pasos para no caer. Una señora. Se me tira delante, voy rápido, los frenos me ignoran, mis pies se deslizan a toda velocidad arrastrándose por la acera aguada. Curvo y paro justo a tiempo para no golpearla. La señora ni se ha enterado de que por unos pocos centímetros no ha sido arrollada por mis casi cien quilos de peso, y sigue su paso, concentrada en no caer. Sigo, casi me caigo, casi me choco, casi me atropellan, y todo ello numerosas veces. Pero cuando llego hasta la estación, la lluvia no ha cesado, pero casi. Y ya estoy tan empapado que un par de gotas mas que me caigan encima no me van a afectar para nada. Decido llegar a casa en la bici. Por supuesto, cuando llego, para de llover. Entro en casa, y cuando veo a mi compañera de piso le saludo, “¡Ya es primavera!” Y si yo creyera en Dios pensaría que me ha mandado una advertencia para que no vuelva a coger la bici, pero como creo que más en mí que en él, y como el hombre es el único animal que tropieza dos, tres y seis veces con la misma piedra, mañana volveré a coger la bici.
Mayo 2010
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