Cuando cae la tarde en Bangkok, Rajchasak ya se encuentra en
el concurrido puente pidiendo limosna. Es fácil ver al resto de ciudadanos
tailandeses, ya estén de compras en los centros comerciales de la zona, o de
camino al trabajo, soltarle unas monedas en el vaso. Parece ser una sociedad
bastante más generosa con los desfavorecidos que la nuestra. Tal vez sea por la
vieja creencia en el budismo de que el acto de pedir es digno, incluso noble.
Aún así, Rajchasak a
veces necesita llamar un poco la atención. Cuando pasa un rato sin que nadie le
suelte una moneda, arrodillado, agacha su cuerpo y coge con la boca el vaso de
cartón con el que pide limosna. Las mangas vacías de su camiseta se tambalean
al sacudir la cabeza para hacer ruido con las monedas. Parece que nada puede
interrumpir su tarea. Nada, hasta que empieza el combate.
El centro comercial
de al lado organiza todos los miércoles unas jornadas de Muay-Thai.
Emocionantes combates con luchadores venidos de distintas partes del mundo. El
ring se monta justo de bajo del puente dónde se sitúa Rajchasak, o tal vez él
se coloque justo dónde se monta el escenario de los combates. El caso es que
empieza el combate, y el indigente no puede resistir la euforia que le provoca.
Racjchasak se levanta emocionado, se acerca a la barandilla mientras suena la
música del inicio del ritual, y en cuanto suena la campana y los luchadores se
dan el primer golpe, Rajchasak se emociona tanto que no puede evitar sacar los
brazos del interior de su camiseta y empezar a dar palmas. Aplaude y grita con
euforia animando a los combatientes. Su voz se convierte en el único sonido que
se distingue por encima de la música tradicional del ritual. Una voz chirriante
y de pronunciación extraña, imagino que debido a la melladura en su dentadura.
Sus movimientos son espasmódicos y repentinos, está totalmente poseído por la
emoción. Incansable, aplaude y aúlla durante la larga jornada de cinco
combates.
Cuando se acaba el
espectáculo, se apaga la euforia. Rajchasak vuelve a su rincón, oculta sus
brazos en el interior de su camiseta, se arrodilla, sujeta el vaso de cartón
con la boca y lo sacude con la mirada clavada en los transeúntes. Tal vez ésta
no sea la idea tradicional del noble pedir que tenían antaño los budistas, pero
al parecer le funciona.