Ya ha pasado la ceremonia de las almas
en Luang Prabang, es decir, ya es de día y los negocios abren. Me
despierto y me marco un buen desayuno continental. Tengo la intención
de que la primera comida del día me dure lo suficiente en el
estómago como para dar una buena vuelta en bici. Leí por Internet
sobre una ruta a lo largo del río Khan, subiendo por su lado este y
bajando por su lado oeste. Así, tras la espera en el lugar de
alquiler de bicis, empiezo mi ruta. Luang Prabang va desapareciendo
del paisaje conforme avanzo. Los edificios son gradualmente
sustituidos por campo y naturaleza. El objetivo es Ban Picknoy, un
pueblo donde parece ser que es fácil cruzar el río con la ayuda de
los pescadores y sus barcas.
Hago una primera parada en la tumba
de un señor francés, que por algún motivo se decidió que
descansara para toda la eternidad en medio del bosque, entre nada y
ningún sitio. Un tal Henri Mohot, explorador de la época colonial.
Para llegar a ella se ha construido un corto pero bonito paseo
cruzando un pequeño puente de madera y subiendo unas escaleras
formadas a base de moldear el propio terreno de la colina. Al lado de
su tumba le han levantado una estatua, de manera que está siempre
allí esculpido al lado de la tumba donde descansan sus restos.
Continuo el camino que acaba al lado
del río, donde puedo ver a varias recolectoras de algas. Ese
alimento conocido como Mekongweed que frito está tan bueno. Me miran
y comentan entre ellas algo que incluye la palabra “farang”. Que
significa extranjero no asiático. Las saludo y parece que se
avergüenzan un poco al ver que me he dado cuenta de que hablaban de
mi. Siguiendo en dirección a mi bici por la orilla del río, llego a
una pequeña tiendecilla donde compro algo para picar. Me lo como
mientras observo como, un poco más allá, unos cuantos laoenses
montan una carpa donde celebrarán San Valentín esta noche.
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De camino me cruzo con un hombre si
dientes y el logo de SevenUp tatuado en el brazo. Sube corriendo
hacia el pueblo y cuando me ve deja al descubierto el agujero negro
debajo de su nariz a modo de sonrisa y me saluda efusivamente. Se
nota a la legua que va intoxicado por alcohol, o algo peor. Llego a
la carpa y de los cuatro chicos que hay allí, uno habla inglés y me
dice que el barquero ha ido un momento al pueblo, pero que volverá
enseguida. Temo que sea el chico sin dientes. Me pregunta de dónde
soy y cuando le contesto me responde que le gusta el fútbol español.
“Barcelona, Madrid”. Le sigo un poco el rollo y le digo
que si, que tenemos buen fútbol y que soy del Barça, y el es del
Madrid. Pero eso no despierta rivalidad en ellos, pues me dice que el
Barcelona es su segundo equipo de fútbol favorito. Luego me pregunta
que si fumo, que me puede conseguir marihuana y opio. Declino su
oferta amablemente y tras unos minutos de conversación superflua,
aparece el barquero. El hombre sin dientes al que casi parece que le
cuesta mantenerse en pie. El chico que ha hablado conmigo me dice que
va borracho, pero que no me preocupe, y cruzamos el río los tres. En
medio del río me siento totalmente indefenso y vulnerable. Pienso
que he decidido confiar en unos desconocidos que podrían hacerme lo
que quisieran impunemente, pues sería muy difícil hallarme si algo
me pasara aquí, cuando creo que nadie sabe donde estoy. Luego pienso
que he visto demasiadas películas y que son dos chavales contentos
de haberme encontrado pues se podrán comprar un par de cervezas más
para la celebración de esta noche. Me ayudan a subir la bici por la
ladera del río hasta el plano del pueblo. Me despido de mis amigos
circunstanciales e inicio el descenso.
Por lógica, debería ser más fácil
bajar a lo largo del río que subirlo. Por lógica. Pero no es así.
El terreno es una montaña rusa de subidas y bajadas y el asfalto no
existe a este lado del rio. Mi bicicleta, de carretera, me ofrece más
resistencia en este terreno. De vez en cuando me adelanta un camión
y entonces como polvo. Mucho polvo. Lleno mis pulmones de la tierra
roja de la cual se compone el camino. Además se me pega a todo el
cuerpo por el sudor. La piel se me está poniendo muy roja del sol y
entiendo que bajar va a ser lo más duro del recorrido. El cansancio
me empieza a apretar, y el hambre también. Entonces veo un resort.
Lo había visto anunciado en el pueblo, es uno de esos sitios en los
que hacen negocios con los elefantes al que no me gustaría darles
dinero. Pero mi supervivencia ahora es una prioridad así que me
detengo con la esperanza de poder comer unos buenos fideos y
descansar un poco para reponer fuerzas. Me siento y el recepcionista
me pregunta que de dónde vengo. Cuando le digo la ruta que estoy
haciendo se ríe de mi, y me dice que es mucho. Imagino que suele ver
a gente más preparada haciendo dicha ruta. Entonces le pido de
comer, pero mala suerte. La cocina está cerrada. Aún así, veo que
tienen chocolatinas y recuerdo la energía que me daba de pequeño el
snickers, esa con cacahuetes en su interior. Así que cojo un
snickers, y de la nevera una beerlao y un agua. Aunque no están
frías puesto que durante el día apagan la nevera para ahorrar
energía. Y allí estoy, comiéndome un snickers con todo su aceite
de palma en un resort que explota a animales salvajes como negocio.
El hambre no entiende de principios.
Me largo de allí y sigo mi
trayectoria. Muerdo el polvo levantado por los camiones y la montaña
rusa sigue siendo igual de irregular. En varias ocasiones incluso
tengo que bajar de la bici porque al subida se me hace demasiado
empinada para vencerla pedaleando. Llevo ocho horas de trayecto de
las seis que me prometía el blog de Internet, pero finalmente diviso
el aeropuerto de Luang Prabang, señal de que llego a la ciudad sano
y salvo con una experiencia inolvidable a cuestas.